Análisis de la serie de HBO Watchmen

Cómic y serie, vidas paralelas

Valoración: [yasr_overall_rating size=»medium»]

“Nada acaba nunca”, dice el omnipotente Doctor Manhattan, y quizás esté en lo cierto. Puede que estemos condenados, diseñados, para (re) vivirlo todo una y otra vez (como aquel universo con forma de círculo plano del que hablaba el gran Rusty Cohle en la primera temporada de True detective), o a lo mejor es que simplemente no podemos evitar repetir patrones y errores, tropezar con la misma piedra (a pesar de saber dónde se encuentra con exactitud) hasta el fin de los tiempos.

Es el año 2008 y me encuentro en la biblioteca de mi ciudad buscando algo nuevo. Nuevo no en el sentido de reciente, sino algo diferente y original, fresco en alguna manera, que logre sacarme de la rutina de mis últimas lecturas. Acudo a la zona de la comicteca y me encuentro con los típicos números de Marvel y DC, una buena sección de interesante cómic europeo y español y, voila, un grueso volumen con una gigantesca carita smiley amarilla con una gota de sombra resbalando por su superficie. El cómic (quizás sea más apropiado decir novela gráfica) se llama Watchmen y está escrito por Alan Moore y dibujado por Dave Gibbons, no tengo ni idea de que es una de las obras cumbre del noveno arte, pero lo voy a descubrir en apenas dos días.

Es febrero del año 2020 y necesito una nueva serie a la que hincar el diente. Acabo de terminar la gloriosa Mr Robot y, mientras llegan nuevas temporadas de consumibles éxitos de Netflix, el cuerpo me pide algo de calidad irrebatible. Elaboro una lista corta en la que HBO parece llevarse el gato al agua. El recuerdo del cómic aún vívido en mi mente es un plus, si a eso le sumamos el nombre del brillante e imprevisible Damon Lindelof al cóctel, la decisión parece tomada. Capítulo uno: “Es verano y nos estamos quedando sin hielo”. Tras el curioso título viene una hora algo confusa, con luchas racistas, momentos bizarros y los cimientos de un universo rico y complejo, muy extraño, que no se parece en nada pero se asemeja en todo al cómic original.  ¿Cómo han conseguido esto? ¿Qué demonios has hecho, Lindelof?

Corre el verano de 2008 y, sin remedio, me encuentro enganchado a esa oscura y paranoide ucronia pergeñada por el maestro Moore. El brillo y luminosidad de las clásicas historias de superhéroes desparece para contar la historia de un grupo antihéroes enmascarados (algunos) cuyos mejores años ya pasaron, un grupo de personas con temores y tortuosos pasados, fantasmas antiguos y nuevos, profundos traumas con los que lidiar. Un mundo violento y sucio a cada viñeta, corrupto y pervertido del que resulta muy complicado vislumbrar ese halo de esperanza al que debemos agarrarnos. Un mundo, en definitiva, abocado a una cercana extinción por culpa de una guerra cada vez menos fría.

El número cuatro del cómic logra volarme la cabeza del todo. En él, el Doctor Manhattan relata su curiosa existencia en un vaivén temporal que no es tal porque él es capaz de vivirlo todo al mismo tiempo. Su concepción del tiempo cíclica y no lineal regala una de esas experiencias inolvidables, inmersiva y del todo sorprendente. Me digo a mí mismo que debe ser difícil de narices trasladar esa sensación en una posible adaptación audiovisual, que estos genios me están contando algo de forma en la que nunca antes me lo había contado alguien. Una historia de vida, miedos, accidentes en laboratorios y amor, sí, pero con una estructura de lo más brillante.

Acaba la primera semana de febrero de 2020. Tras varios episodios, la adaptación de Lindelof parece haber encontrado al fin su rollo. En esta suerte de secuela-remake encontramos la misma baraja de cartas de la obra original, solo que cambiada de orden y entremezclada con otra nueva. La intrincada trama se va revelando a golpe de carisma de Jeremy Irons y fuerza de Regina King, ecos a The leftovers (sobre todo en el quinto episodio) y la propia costumbre a un mundo en el que llueven mini calamares alienígenas y el presidente de la nación más poderosa es un tal Robert Redford.

Es el episodio ocho, titulado “Un dios entra en un (A)bar”, y el mundo del Doctor Manhattan eclosiona. La madeja se va desentrañando de forma magistral, uniendo multitud de detalles esparcidos aquí y allá a lo largo de toda la serie, cobrando sentido hasta la bizarrada más inteligible. Las piezas se disponen prestas al último movimiento (o penúltimo, ya se sabe, nada acaba nunca). Sacrificios, más miedos, el mal menor… ¿De verdad es este el fin?

El impacto de la serie, claro está, no es el mismo, tampoco la relevancia a nivel cultural, pero lo logrado por Damon Lindelof y su equipo con Watchmen es una gesta complicada de realizar. Un guion que funciona al milímetro, como los engranajes de un reloj, que vive y bebe de referencias y personajes de la obra original para crear algo nuevo que constantemente homenajea a la Watchmen de Moore y Gibbons. Algo nuevo para contar algo viejo, una historia, al fin, que pone de relieve los mayores miedos y penas (tanto colectivas como individuales) de la especie humana, también el impulso y la fe que nos inyecta esa poderosa e indestructible arma llamada amor.

Una serie diferente, de devenir inteligente y con uno de los mejores guiones de los últimos tiempos. Tic, toc, el reloj sigue en marcha… ¿Te la vas a perder?

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